¡Hola de nuevo, atómicos amigos!

Pasamos por aquí de nuevo, para seguir hablando de primeras veces. Y hoy toca hablar del escenario, ese espacio litúrgico donde exponemos públicamente nuestra pasión: la música.

La primera vez que subí a un escenario (expresión figurativa, ya que tocábamos sobre asfalto) resultó una exposición de descoordinación, salvajismo y ruido de mierda. Es cierto que por aquél entonces lucía melena y gustaba del punk.

Cuando dejé de dedicarme al punk seguí frecuentando escenarios, como público. Recuerdo particularmente un concierto de Jethro Tull. El sol rojizo se reflejaba en un riachuelo que pasaba junto al recinto del concierto, y yo escuchaba boquiabierto un solo de batería que se me quedó grabado para siempre en la memoria. Puede que las setas ayudaran. Pero creo que fue entonces cuando el escenario adquirió para mi una dimensión literalmente religiosa.

Tiempo más tarde, los Holy me reintrodujeron en el papel de monaguillo del rock. Cuando murió Paco de Lucía, en uno de los homenajes que le rindieron las radios, citaron una entrevista en la que definía el escenario como un lugar de recompensa por el trabajo que había detrás de él.

Volver al escenario supuso entrar otra vez en ese altar hostil, en el que te pones en evidencia, hablando lo quieras o no a todos los niveles, y contándole al público quién eres y qué piensas de las cosas. Ser músico, como todo lo que implica demasiada pasión por lo tuyo, tiene algo de asperger y mucho de sadomasoquismo.

Confieso que el escenario me sigue acojonando. Pero es el precio para traer el salvajismo de la música al mundo. Quiero decir que anoche, en el concierto de Best On The Road y Johnny B Zero se me erizó el vello, y estuve contento y cabreado y también impresionado. Ése es el sentido de trabajar para subir a un escenario.

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