Confieso que nunca he sido muy de incordiar entre las cuatro paredes de una clase. No participaba demasiado; en la facultad me sentaba al final y miraba los apuntes como si fuera la Playboy con tal de que el profesor de turno no se acordara de mí a la hora de preguntar algo. En el colegio, tampoco era muy partidario de afear al sector chispeante, ni de salir a la pizarra a controlar cuando el maestro dejaba sus dominios sin autoridad. Libre albedrío. Sin embargo, de un tiempo a esta parte salgo de los conciertos con un renovado espíritu de profesor de colegio de curas de los años 50: me odio a mí mismo, pero los odio más a ellos. Se callen, coño.

Recuerdo con nostalgia los conciertos de Nacho Vegas en los que te chistaban por cantar a la vez que el asturiano. ¡Por cantar! ¡En un concierto! Esnobs. La gente ponía su dinero y quería escuchar cantar al tipo que aparecía en la entrada, no a un fulano que desafinaba a 20 centímetros de su oreja. Hasta cierto punto tenía su lógica. Lo que yo me pregunto es, entonces, ¿dónde narices se han metido esos muyahidines de la música en vivo ahora que el murmullo de fondo se ha instalado en los conciertos de Valencia? ¿Se han tirado al monte, rendidos a la evidencia? Los necesitamos ahora más que nunca.

Ahora es cuando toca “El alce” y no nos enteramos de nada”. Recuerdo haber vaticinado eso hace unos días, durante el último concierto de McEnroe en la sala Wah Wah. También recuerdo haber puesto después mi mítica cara de “te lo dije”. Dejando de lado los peores géneros para los charlatanes (punk, rock instrumental, death-metal, thrash, un ataque nuclear preventivo,..), resulta realmente exasperante intentar disfrutar de la música en directo en Valencia. Yo a veces voy a un concierto y tengo la tentación de hacer crónica rosa en lugar de crónica musical: me sé las vacaciones de la mayoría de los que tenía alrededor. Como no estés a más de 15 metros de la barra, olvídate.

Partiendo de que su coexistencia es fundamental, hagámonos esta pregunta: ¿mejora la experiencia la desaparición de barras cercanas al escenario? Es razonable creer que sí. ¿Lo solucionaría? No. Elegid cualquier concierto al azar en un festival y lo comprobaréis. Es sistémico. Otra cosa bien distinta es el hecho de que el radio de interés en los conciertos de Valencia cada vez se reduce más. Ya hay quien va y se coloca a metro y medio del escenario para hablar sin cesar con el de al lado. Eso sí, la foto para el Instagram que no falte. Filtro: postureo. “Este es el telonero, no sé cómo se llama”. Ni me importa. Dilo todo, hombre.

Esta tendencia idiota y neoburguesa en la que se aprecia pagar una entrada (más el alcohol, casi siempre a precio de coca) para conversar a gritos con el acompañante de turno encontró su paroxismo hace meses en Valencia, en los conciertos del aniversario de esta santa casa a principios de año. Aquella noche, la sublimación de la mala educación y el desprecio general hacia El Hijo competía sin complejos, en infamia e ignominia valencianas, con las mayorías absolutas del PP. Pero tranquilos, que igual no estamos solos. Hace un año veía en directo cómo Richard Hawley llamaba idiotas e hijos de puta a los que parloteaban, posiblemente bolingas, en la barra del Apolo de Barcelona. Pero esto, por lo visto, ya lo habría hecho un par de años antes en Valencia, donde llevamos el folclórico “qui paga, mana” hasta los confines de la imbecilidad social.

Esto ha ido in crescendo en los últimos años. Hace poco, Ricardo Lezón (McEnroe) me decía que prefiere que le tiren tomates a que hablen mientras él canta. El dinero y el estado de bienestar nos los roban en la cara, pero la educación la perdemos nosotros solos, sin ayuda de nadie. Si lo que se ve en las salas de conciertos de Valencia es una muestra representativa de nuestra sociedad, y tiene toda la pinta, aún nos pasa poco. Llamar hooligans a las hordas de británicos hedonistas que acuden al FIB cada año (de vacaciones, por cierto, no habría que olvidarlo) es un ejercicio de superioridad moral que nos queda un poco grande. La pérfida Albión abucheó a Dylan en el 66 porque sintió la electrificación del cantautor como una traición; aquí, casi medio siglo después, se boicotean los conciertos con el cubata en el pecho y luciendo los nobles principios de un tertuliano del Sálvame.

Hacer Comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.