Que está ocurriendo algo con la música en directo es algo que no se le escapa a nadie. Si extrapolamos ese algo a la ciudad de Valencia la cosa comienza a tomar unos tintes que comienzan a preocupar.

El periodista musical Eduardo Guillot, desde la imprescindible atalaya de independiente música que firma cada viernes en el interior del suplemento neo del Levante, ha querido cuestionar algunos de los sucesos que se están dando, de un tiempo a esta parte, en la ciudad de la luz, el amor y los desmanes políticos.

El artículo, que suscita muchas cuestiones, nos ha parecido la mar de interesante y certero y es por ello que a continuación lo reflejamos tal cual:

Clausura de salas, política administrativa errática, ausencia de público… Las actuaciones en vivo, sustento actual de la industria musical, atraviesan una situación complicada

Por Eduardo Guillot

Se ha convertido en un manido tópico para explicar la compleja situación actual de la industria musical: Ante la caída en las cifras de ventas de discos, los conciertos se han erigido en el principal medio de sustento para los artistas pop y rock. Se dice que, dado que el público ya no se gasta Dinero en discos (porque se los descarga gratis de internet) y que la experiencia de ver a un artista en vivo es irremplazable, la música en directo ha experimentado un impulso notable. Y, claro, las cosas no son tan sencillas. Porque es cierto que músicos masivos como, por ejemplo, Alejandro Sanz pueden compensar el descenso en las ventas discográficas con las ganancias producto del directo, ya que suelen actuar en grandes recintos, venden miles de entradas y, sobre todo, y esta es la razón más importante, cobran unas cantidades muy elevadas a partir de los derechos de autor y beneficios editoriales que generan esos conciertos. ¿Pero qué pasa con los grupos que tocan en pequeñas salas? ¿Es el directo el mejor medio de superviviencia cuando la única posibilidad de publicar un disco es la autoedición y el acceso a los medios resulta prácticamente imposible? ¿Sobreviven también las bandas noveles gracias a los conciertos?

Hace unas semanas, Tono Márquez, miembro del grupo Mainground y organizador del Concurso de Maquetas Let’s Durango, reflexionaba en una carta abierta a las bandas valencianas y titulada ¿Qué nos está pasando?, acerca del estado actual de la música en directo en la ciudad. Y sus conclusiones no eran muy halagüeñas. Según él, y a diferencia de lo que sucedía años atrás, la asistencia de público a conciertos en locales de aforo medio está decreciendo de manera alarmante. «¿Como es posible que, un sábado por la noche, en salas con capacidad para más de doscientas personas, actuando tres grupos, la afluencia sea de treinta personas?», se plantea. Para Márquez, uno de los problemas es la excesiva reiteración con que actúan las bandas, pero también señala la escasa (por no decir nula) asistencia de los propios músicos a los conciertos de sus colegas o de otras formaciones de la ciudad. «Se supone que nos gusta la música, ¿no?», se pregunta finalmente, remitiendo a quienes quieran dar su opinión sobre el tema a www.myspace.com/concursoletsgodurango, donde se aloja un blog en el que ya se han vertido algunos comentarios.

La situación se complica si se tiene en cuenta que, en estos momentos, tres salas de Valencia han dejado de programar conciertos por diferentes motivos: Matisse, El Loco y Magazine. Las dos primeras han asegurado que reabrirán una vez pase el verano y se hayan solucionado los problemas que les obligaron a cerrar, mientras que Magazine sigue en activo, pero le ha sido denegado el permiso para organizar actuaciones. Afortunadamente, también llegan noticias acerca de una nueva sala que se inaugurará en el mes de octubre, en la zona del Puerto. Sin embargo, la cantidad de locales disponibles queda en segundo plano cuando se analizan las condiciones que la mayoría de ellos imponen a los grupos para permitirles hacer uso de su escenario. Años atrás, las salas pagaban un caché mínimo al grupo que tocaba. Hoy en día, son los grupos los que deben pagar un alquiler (en algún caso, de 200 euros, a ingresar por adelantado) para poder tocar. Y, además, llevar a amigos, familiares y conocidos para que paguen religiosamente la entrada y así no acabar perdiendo Dinero. Dicho de otro modo: el grupo debe hacer un trabajo de promoción que el dueño del local (y supuesto promotor) se ahorra, pero del que se beneficia, ya que el gasto que el público hace en la barra es para la sala. Los componentes de Mortimer lo dicen bien claro en el foro de Let’s Go Durango: «Pagar doscientos euros por una sala implica la obligación de vender X entradas para no palmar por tocar (es decir, por pegarte una paliza de 7, 8 o 9 horas entre carga, descarga, montaje, concierto, desmontaje, carga y descarga de nuevo en tu local). Total, para que en algunas ocasiones no te dé ni para tabaco».

Obviamente, queda por abordar la parte más delicada de la cuestión: ¿Vale la pena lo que ofrecen los grupos a cambio del precio de la entrada y el desplazamiento? ¿Es la escena valenciana tan boyante a nivel creativo como para echar toda la culpa a la dejadez del público y las condiciones de las salas?
El debate está abierto, y no será nada fácil ponerle el cascabel al gato, pero es evidente que el nivel musical de una ciudad no se mide por la cantidad de visitas de Madonna que alberga (por cierto, ella tampoco vendió todo el aforo), sino por el buen funcionamiento de su circuito regular de salas.

EL PAPEL DE LAS INSTITUCIONES
Dos concursos de dudoso funcionamiento es lo único que ofrece la Administración
Ajeno a los problemas de las bandas emergentes valencianas, Alfonso Rús sigue empeñado en traer a U2 a Valencia y en poner en marcha una competición de disc jockeys que parece la versión maquinera de Sona la Dipu, el concurso de grupos que lleva dos temporadas celebrándose sin apenas repercusión, excepto cuando va acompañado de la polémica, como ocurrió este año, cuando se hizo público que una de las bandas ganadoras contaba entre sus filas con un hijo del responsable del concurso. Resulta tremendamente decepcionante que, en más de veinte años, y dejando aparte las ayudas a la grabación y la edición que concede el Institut Valencià de la Música, lo único que se le ocurra a las instituciones para apoyar a los grupos noveles sea organizar concursos. No hace falta repasar a los ganadores de cada año para darse cuenta de que casi ninguno ha llegado lejos (entre otras cosas, por el perfil musical conservador de los jurados), pero sí sería conveniente fijarse en qué hacen en otros sitios con el mismo dinero: circuitos regulados de actuaciones, ayudas económicas para los alquileres de salas… Sona la Dipu, en cambio, premia a sus grupos dándoles la oportunidad de tocar con bandas tan dudosas como Celtas Cortos o La Oreja de Van Gogh, que llegan, cobran (cachés bien elevados, por cierto) y se marchan por donde han venido. Ese es el premio: Telonear. Y, en el mejor de los casos, grabar un disco sin distribución. Aunque peor es lo del fantasmagórico Circuit Rock: El IVAJ pone el presupuesto en manos de Cadena Cien (que incluso vehicula la información del concurso a través de la agencia de comunicación de uno de los jurados) y se lava las manos. Con un par.

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