Grupo: Arcade Fire
Sala: Palau Sant Jordi

Hacía tiempo que la música no nos recompensaba así, aunque bien es cierto que prácticamente íbamos a tiro hecho. Asistir a un concierto de Arcade Fire es lo que tiene. Es una de las bandas del momento, e incluso más: la única a la que probablemente lo de banda se le quede corto y más apropiado resultaría referirse a los canadienses como auténtica orquesta. Los kilómetros y el palizón fueron recompensados con un concierto que rozó la perfección, intenso y emocionante de principio a fin, e incluso curativo.

Porque hay que decirlo una vez y ya no más: lo de los teloneros Fucked Up fue una ruidosa broma de malgusto que no tuvo excusa para salvarlos del más espantoso de los rídiculos y que lo único que nos aportó fue un insoportable dolor de cabeza.

Por eso lo de curativo del concierto de los Arcade Fire, que fueron recibidos por un Palau Sant Jordi que rozó el lleno y que si no parecía en los prolegómenos ansioso en exceso, fue ponerse en marcha la maquinaria y entregarse. La víspera habían pasado por Madrid, de dónde sólo llegaban buenas noticias, era la primera vez que venían a España en plena gira, la de en este caso su tercer álbum, The Suburbs. Antes habían pasado el verano anterior por Santiago de Compostela con la excusa del Xacobeo y hace tres por el desaparecido Summercase (2007) donde ya tuvimos ocasión de disfrutarlos.

Pasado el tiempo y situados en lo más alto del indi mundial –lo que que quiere decir que son totalmente desconocidos para la mayoría–, los de Montreal se han convertido en un orquesta que ejecuta a la perfección un repertorio repleto de grandeza, aunténticos himnos épicos y otras piezas que van del gusto por el ruido a homenajes al maestro Leonard Cohen, que para algo es su paisano. Tanta perfección podría llevar a la monotonía, a una exigencia demasiado alta, insuperable, pero no. Arcade Fire son la banda –la orquesta– del momento e incluso tras 300 y pico kilómetros a la espalda, sabiendo lo que se sabe de ellos más algún detalle que no viene al caso, no es que sólo consigan sonar perfectos, sin aturdir, intensos y épicos, es que, además de todo, consiguen traspasar el listón y va y te emocionan de verdad.

Concierto redondo, prácticamente si abolladura alguna. De una intensidad y dificultad difíciles de igualar. Ocho músicos totales, ocho, sobre el escenario repartiéndose instrumentos, voces, protagonismo. Si contemplar al líder, el espigado Win Butler, es un espectáculo, más todavía lo es el seguir, buscar y encontrar canción a canción a la inquieta Régine Chassagne: bien hace los coros, bien se pone tras la batería, bien tras los teclados, bien se cuelga el organillo o bien nos deleita con unos bailes más propios de la gimnasia artística. Y allí guitarras, bajo, acústicas, percusiones para todos los gustos, violines, mandolinas… ¡qué se yo! Antes de cada canción un revuelo y zas, todo arranca de forma impecable, con intensidad.

El concierto se inicio con tres joyas de esas que le dejan a uno sin aliento. Una de cada uno de sus álbumes: 'Ready to start' (The Suburbs, 2010), Neighborhood #2 (Funeral, 2004) y No cars go (Neon Bible, 2007). Arrollando tal vez demasiado pronto, prosiguió un respiro con medios tiempos y con protagonismo vocal para Chassagne, y sin darnos cuenta Arcade Fire fue atrapando público, convirtiéndose en amo y señor. La antesala del clímax fue 'The Suburbs', y ya la emoción se desbordó con 'Crown of love', la más coheniana de todas sus piezas y que fue toda una sorpresa en medio del concierto. No podía sonar mejor, con esos in crescendos que tan bien realizan, ni en otro momento. Era el momento exacto. Aquello reventó.

Luego se completo la trilogía de 'Neighborhood' de forma genial, se pidió más. Se alcanzó la hora y veinte minutos de concierto, sonaron 'Keep the car running' y por último 'Wake up', y se confirmó lo que ya sabíamos de Arcade Fire, pero con la maravillosa sensación de eso, de haber presenciado algo grande de verdad.

Fotos: Maxime Dodinet.

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