Amor y plata_Cap.2De qué hablamos cuando hablamos de amorJulio Fuertes 2 noviembre, 2015 Fui un gran lector de novelas hasta que empecé a reseñarlas y, como es natural, tuve que dejar de leerlas. G. K. Chesterton El otro día apurábamos esos buenos bebedizos carbonatados ahí en la plaza de Tetuán cuando nos asaltó el concepto del hilillo musical: el texto por encima de la música, subido a horcajadas y con la fusta de disciplinar en la mano. «Mi señor te acaballina», que decía Rubén Martín Giráldez. Todos los esfuerzos son pocos para desmantelar semejante idea, ¡música sin música!, y no hay que albergar la mínima esperanza de conseguir nada levantando artículo sobre artículo en una revista digital: todos sabemos que, en el fondo, la lucha armada es lo único que nos queda a los miserables. Resulta que este asunto de la música sin música está siempre emboscado y acechante y nos cae encima del triste pecho en cada garito, en cada publicación. ¿Por qué una idea tan abominable goza de semejante salud y agilidad? La guerra es dura y (por si no hubiera bastante con los comentarios desafortunados de bar) extiende el colateral daño a todo tipo de publicaciones; es allí donde adopta su forma más temida y exasperante: el etiquetaje, el labelling, la Taxonomía De La Mierda. No hable de un disco: diga punk techno noise. Yoda, en el pantanoso Dagobah, decía aquello de «es más rápido, más fácil, más seductor». Lounge afro post rock, hay quien prepara semejantes ristras de embutido categorial sin tener en cuenta que digerirlas le cuesta varias dioptrías a cada lector y que, además, no se consigue con ello más que posponer un comentario auténtico y genuino sobre la banda. Chesterton, que mantiene una postura razonablemente rígida al respecto de cómo ha de escribirse un relato de misterio, dice a este respecto: «No hay nada más fácil que confundir al lector en el sentido de decepcionarlo. […] La institutriz búlgara está a punto de confesar los verdaderos motivos que tenía para ocultarse en el piano de cola con un rifle cargado, cuando un chino salta por la ventana y la decapita con un yatagán; y esa interrupción trivial sirve para retrasar la elucidación de todo el relato.» Ya sabéis: cuando queráis retrasar la verbalización honesta de cualquier juicio musical, ponedle a la institutriz búlgara un cartel en la cara que proclame garage psicodelia. Cabe preguntarse para qué meterse en semejante brete, si no hace ninguna falta. ¿Acaso decimos, para hablar del lince ibérico, que es como un dragón de Komodo pero velludo, con grandes orejas y profunda mirada felina? ¿Acaso hay una ordenanza, olvidada y misteriosa, que han de acatar los reseñistas de España y de toda la ecúmene? Pues sí, la hay: Real Ordenanza en que Su Majestad establece las reglas que inviolablemente deben observarse para el correcto etiquetaje de grupos de música 1. Al hablar de música, uno ha de parecer ecuánime, prudente, hipotético-deductivo, empleando el sistema métrico decimal sin excepción; en ese sentido, emplearemos litros y litros de jerga escalofriante: «ingredientes de math rock, doom y post» [sic]. Debemos evitar actitudes ingenuas y poco ambiciosas como, por ejemplo, la pasión: 2. Las expectativas del oyente son un enorme patio de recreo sobre el que poder orinar sin límite, dirigiendo el chorro hacia cualquier banda que se aleje de la tradición de Los Brincos o de la movida madrileña. ¡Conjúguese la pereza con la voluntad de trabajar al servicio del Imperio del Mal! 3. Es fundamental que el prejuicio propio revista una fachada de verdad matemática, con axiomas del pelaje de: el solo de guitarra ha pasado de moda. ¡Claro que sí! Y los jueves son los nuevos jueves, y las hombreras volverán dentro de dos o tres jubileos. 4. Preguntarse a uno mismo, compungido, por qué todo el mundo escucha música y tan pocos leen crítica musical. ¿POR QUÉ? Hacer Comentario Cancelar RespuestaSu dirección de correo electrónico no será publicada.ComentarioNombre* Email* Sitio Web Guarda mi nombre, correo electrónico y web en este navegador para la próxima vez que comente.