Grupo: Standstill
Sala: Espai Rambleta

No sé si su Cénit, pero con este nuevo espectáculo Standstill se han posicionado en un limbo privado dentro de la escena independiente estatal. Haciendo de la música su medio de vida (alrededor de 500 personas comparecieron a La Rambleta), los barceloneses se han negado a crecer por el camino acomodaticio e insustancial por el que ha tirado bandas como Lori Meyers o Love of Lesbian, para seguir elaborando su propio y personal discurso. Un discurso, en ocasiones cargante e intrincado, pero con un imaginario original, osado e impactante.

El auditorio en pie se rompía las manos ante una banda que, en menos de una hora, había arramblado con todo. Sin bises, sin canciones conocidas (ni siquiera publicadas), no hacía falta más. Pero esto es el desenlace final. Y ahora que ya saben que acaba bien, se lo cuento sin sobresaltos.

Había visionado la actuación y me imaginaba a gente comiendo cacahuetes y hablando sin prestar atención”, dijo Pau Vallvé en catalán cerrado a la conclusión de la siempre difícil tarea de telonear. Nada más lejos de la realidad. Vallvé se metió en el bolsillo a una educada audiencia que quiso empaparse de los primorosos paisajes que su música ofrece. Muy dicharachero (casi habló el mismo tiempo que cantó) logró, en poco tiempo (con una acústica, un bombo y algunos pedales) convencernos de acudir también cuando el protagonista sea él. Y, claro, acercarnos ya a su deliciosa discografía cuyos vientos le emparentan con el folk lumínico de Bon Iver o el pop tarareable y mundano del último Xoel López. “Tot va molt millor si estem contents, tots estem contents si va millor”. Así nos sentíamos. Y, como el mismo Vallvé le dijo a una seguidora de las primeras filas, “en Spotify lo tienes”.

Y ahora sí, que comience el espectáculo. Enric Montefusco saludaba con la tensión y concentración inherentes al capitán cuyo barco se echa a la mar por primera (en realidad segunda) vez. Cuatro escuderos se repartían en un escenario rematado por cinco vidrieras góticas que combinaban imágenes de frescos medievales con coloristas motivos psicodélicos y proyecciones futuristas de los propios músicos en acción. Fue accionar los instrumentos y atravesarnos una manada de rayos láser; trucos fantasmales y vanguardistas de luces y humo que mantuvieron al ojo distraído en todo momento. Lo antiguo y lo nuevo unidos por la química y el rock. Bienvenidos al templo de Standstill.

Las canciones de Dentro de la Luz (disco todavía por estrenar) comenzaron a desplegarse, en orden y sin respiro, ante nosotros como una letanía artesanal urdida con los aperos del rock. Traducir el personal universo que encierra cada álbum de Standstill suele conllevar muchas escuchas y mucha carga subjetiva; es por ello que recibir el pozalazo de Cénit, en la cara y sin mucha información previa, resultó reparador y confuso. La simpleza en el lenguaje, como ya ocurriera en Viva la Guerra o Adelante Bonaparte, viene asociada a mensajes cuasi indescifrables pero de sublime sonoridad.

Maestros como son el en el arte de las intensidades, las suaves plegarias de Montefusco se demonizaron hasta retorcerse en verdaderas orgías de electricidad. Unas veces bombardeos militares sin piedad (Ricky Lavado se veía secundado a las percusiones por el guitarrista Piti Elvira y, en una ocasión, hasta del propio Montefusco) y otras cantos armónicos de esperanza, como la aquellos católicos que iban a trabajar al campo (solo que ahora gritados por una generación caucásica en busca trabajo y temerosa de los recortes sociales y sentimentales), transformaron el espacio en un ensoñado y confortable infierno.

Me gusta tanto ir de su mano”, entonó repetidas veces Enric Montefusco en el culmen del espectáculo. Nosotros ya íbamos de su mano. En los teclados manejaba Ricky Falkner (productor del disco), mientras un quinto hombre se liaba a campanazos que, sumado a los efectos de aquellos que estaban y no se vieron, convirtieron La Rambleta en una siniestra navidad pergeñada por el propio Tim Burton. “Soy capaz de algo más”, afirmaba el frontman hacia el final. Seguramente que sí, pero da la sensación de que los catalanes han construido su The Wall particular.

Aún ahora, casi 24 horas después, el subconsciente sigue decodificando imágenes, texturas y sonidos; pues no es este un show de liviana digestión. Como las buenas obras de cualquier arte, el impacto perdura un tiempo en el interior de uno evolucionando y, por poco que sea, removiendo algo. Esta sería una crónica distinta si la hubiera escrito anoche, en caliente, o mañana, con más distancia. Hoy pensaba esto.

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