Paco el bajo: El legado de Alfredo LandaJose Martín 9 mayo, 2013 Nos deja un malabarista de difícil carácter y equilibrio a prueba de seísmos. Un héroe testarudo cuya dignidad frente a la cámara es hoy testigo gráfico de la hazaña del aspirante abogado que terminó por hacerse un hueco en la conciencia de todo un país buscando perdices a cuatro patas. Alfredo Landa Areta, nació el tres del tres del mil novecientos treinta tres en Arive, provincia de Pamplona. La ocupación de su padre, capitán de la Guardia Civil, supuso al joven Landa algún que otro cambio de domicilio. Figueres primero y Donosti después forjarían desde bien joven en el futuro actor una visión global del norte de un país que terminaría por convertirlo en uno de sus termómetros culturales a lo largo de sus diferentes épocas y estados del ánimo colectivo. En la capital guipuzcoana, se inscribe en la Universidad como estudiante de derecho. Es en este momento cuando entra por primera vez en contacto con el mundo de la interpretación a través de la Fundación del Teatro Español Universitario. Poco a poco la vocación irreversible de Alfredo Landa, va obligándole a dejar de lado el mundo de las leyes hasta que en 1958 decide pronunciar en voz alta y ante sus decepcionados progenitores la frase que tal y como él mismo recordaba en ocasiones no dejaba de repetirse a sí mismo en esa época: “Yo tengo que ser cómico”. Se marcha entonces a Madrid con poco menos de diez mil pesetas y una carta de recomendación. A esta decisión le siguen años de subsistencia tanto a nivel artístico como logístico. En aquel difícil Madrid de los sesenta, Landa forma parte de ese grupo de actores todoterreno que forjan su nombre y alter ego artístico de un escenario a otro sin desaprovechar ningún contrato por pequeño que fuera. De esta forma en 1962, Pedro Masó y su productora Hesperia Films, se fijan en aquel actor bajito de mirada penetrante que interpretaba por aquellos días Eloísa está debajo de un almendro de Enrique Jardiel Poncela en el Teatro María Guerrero. El resultado: el debut con 29 años de Alfredo Landa en un medio, el cine, que terminaría por convertirlo en un ser inmortal. Atraco a las 3, dirigida en 1962 por José María Forqué, además de llevar en su título el número al que el actor parecía estar predestinado de por vida, supone la película que lleva a las pantallas su imagen de personaje tan humano como tozudo, cuyo sentido común y transparente mirada conectan con toda una generación víctima del subdesarrollo económico y político del país. El resto de su biografía y extensa cronología fílmica está hoy escrita en las páginas principales de los medios más importantes del país. Durante los sesenta y setenta, Landa trabajó prácticamente con todos los creadores del cine nacional. Berlanga contó con él para el reparto de la imprescindible El Verdugo en 1963 y a partir de aquí su rostro se convirtió en la personificación de un momento concreto de la historia reciente de España por mediación de la obra de realizadores como Mariano Ozores, Pedro Lazaga, Juan de Orduña o Fernando Fernán Gómez entre muchos otros. En los setenta, la obsesión desarrollista del “sol y playa” y la eclosión cultural que generó el “cine del destape”, llevaron su presencia a una serie de películas como No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970), Manolo la Nuit (Marano Ozores, 1973), o la hoy rabiosamente actual, Vente a Alemania Pepe (Pedro Lazaga, 1971). Su manera de interpretar los diálogos socarrones de bajo instinto del cine de esta época llevó al surgimiento de un concepto, el landismo, que se utiliza hoy para definir no solo la mayor parte de la producción cinematográfica española de aquel momento sino también para retratar la manera en la que subsistía parte de la profesión actoral aquellos años. Más allá del exhaustivo repaso a una de las carreras más prolíficas en las pantallas del cine europeo, me interesa hoy detenerme en una interpretación que bajo mi punto de vista, representa íntegramente la impronta cultural imborrable que este actor que ayer nos dejaba físicamente debería dejar en nuestras conciencias. Se trata de su papel como Paco “el bajo”, en la película Los santos inocentes (1984), adaptación al cine de la novela de Miguel Delibes de la mano de Mario Camús. Como muchos otros nacidos en los ochenta, Alfredo Landa representaba en mi infancia el rosto más recurrente en todas aquellas comedias picantonas pasadas con nocturnidad una y otra vez en los dos únicos canales de la televisión nacional. No obstante, y pese a desarrollar la mayor parte de su carrera en el terreno de la comedia, fue el visionado de su interpretación del dócil e invencible Paco “el bajo” lo que me llevó a respetar para siempre el conjunto de la obra de Alfredo Landa como herramienta vehicular de la cultura popular española en las últimas cuatro décadas. Este papel, el de obstinado sirviente de un señorito interpretado con igual maestría por Juan Diego, valió al actor el premio al mejor intérprete en Cannes y un lugar destacado en la memoria colectiva de una clase trabajadora española con demasiadas cuentas pendientes que saldar. Si bien es cierto que Alfredo Landa ya se había convertido en el paradigma del español bajito, testarudo y muy dado a fanfarronear ante las extranjeras, también lo es que fue gracias a Paco “el bajo” cuando su dignidad interpretativa y su demoledora mirada acertó directamente al subconsciente colectivo de un país tan alegre como salvaje y tan difícil de entender como divertido y soleado. Su forma de arrastrar por el suelo no solo su cuerpo si no también su dignidad y pulsiones personales sigue hoy apelando a la necesidad de reacción ante el devastador poder económico y el anquilosamiento del poder interesado. Personalmente, entiendo que si Alfredo Landa es un símbolo de la cultura española, resulta necesario revisar Los santos inocentes para entender la España en la que nació, vivió y también la que nos deja. Puede que hayamos perdido para siempre la presencia del actor español más capaz de reflejar su entorno. A nosotros queda la tarea de entender su legado. 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