Reflexiones sobre el FIB 2012Carlos Pérez de Ziriza 1 enero, 2015 Era de esperar. 10.000 espectadores diarios menos (40.000 en conjunto) adornan el considerable bajón cualitativo del reciente FIB. Cierto es que la crisis aprieta. Cierto es que la oferta de sol y playa sigue teniendo un tirón innegable para el público británico. Pero, aunque uno sea rabiosamente de letras, no cuesta mucho analizar, con cifras y porcentajes nacionales en la mano, dónde está el auténtico agujero negro del certamen. Y ese está, indiscutiblemente, en el público estatal. Grosso modo (hagan la prueba, verán que es fácil), este año han pisado Benicàssim 2.000 británicos menos por día. Sin embargo, si nos vamos a los españoles, el descenso ha sido de más de 8.000 espectadores diarios. Casi nada. Un factor que también daría mucho que hablar acerca del nivel de exigencia (o del orden de prioridades) de ambos públicos, siempre separados, siempre inconexos. Hay momentos en los que parece que cada uno viva un festival distinto. Lógico. ¿Las razones? Pues tampoco son muy difíciles de desentrañar. Quien tenga como principal leit motiv disfrutar de los conciertos de esa élite de bandas estatales que prácticamente copan la festivalia ibérica (Lori Meyers, Love Of Lesbian, Vetusta Morla, Cooper, Russian Red, La Habitación Roja o Dorian) encontrará mucho más apetecible acudir, por un precio tres veces menor, a un Arenal Sound, un Low Cost o un Contempopranea. Y quienes quieran testimoniar el estado de forma de aquellas bandas internacionales que parten la pana, aquel núcleo de grupos cuya relevancia se explicita en las listas de fin de año de los medios especializados, seguramente elegirá otras citas más apetecibles. Porque no nos podríamos engañar a estas alturas: ya hace al menos tres o cuatro años que el Primavera Sound le arrebató al FIB ese aura de pasarela contemporánea por la que desfila el estado de las cosas en la escena independiente internacional. Riesgo, vanguardia, bizarría, heterodoxia, son todas palabas asociadas a la primera de las citas, y no a la segunda. Con todo lo dicho, también es de ley afirmar que no siempre las críticas al FIB sobre su supuesta anglofilia han sido justas, aunque este año hayan sido más justas que nunca. Hay varios botones de muestra: en 2005, cuando la audiencia británica ya suponía el 45% del total, su cartel se repartía, casi al 50%, entre bandas inglesas y norteamericanas. Entre estas últimas, nada menos que Yo La Tengo, Dinosaur Jr, Radio 4, LCD Soundsystem, Hot Hot Heat, The Lemonheads, Daniel Johnston, Xiu Xiu, Four Tet o Devendra Banhart. Sí, bien es cierto que los cabezas de cartel eran Keane, Oasis y The Cure, pero el listado de secundarios con trayectorias aún ascendentes, llegados del otro lado del charco, no era nada desdeñable. Y, que se sepa, tampoco es que Echobelly, Gene, The Charlatans, Mega City Four o Ride (principales reclamos de su primera edición, en la que apenas había extranjeros) sean precisamente de Cuenca. Ni de Chapel Hill. Por todo lo expuesto, parece más bien que, hasta ahora, el efecto anglo vino marcado por una excepcional campaña de marketing en el Reino Unido, donde se dio a conocer Benicàssim años antes de que Vince Power tomara las riendas del certamen. Lo que sí ha venido a apuntalar tal tendencia es la britanización de ciertas costumbres. Porque los hábitos culturales no se pueden importar de la noche a la mañana, y es por lo tanto lógico que nuestro público muestre su rechazo ante la obligación de tener que pagar para hacerse con unos horarios que eran gratuitos (y que ahora la gente se descarga directamente de cualquier web), o que el incumplimiento de ciertos trámites burocráticos acarree sanción económica. O que se incomode ante la proliferación de atracciones de feria que nada tienen que ver con la música. O que ya no pueda gozar de ciertos pluses que hacían de su estancia algo mucho más agradable, como era el “Fiber”, la cuidada publicación diaria gratuita que informaba de todos y cada uno de los conciertos del fin de semana. Y ya que con la prensa hemos topado, nada mejor que echar un somero vistazo a las crónicas de la prensa generalista en los últimos tres o cuatro años (bueno, ahora también la especializada) para testar el páramo informativo que asola a todo aquel que se quiera hacer una idea fiel de lo que allí se cuece. Esa es, posiblemente, la metáfora más dolorosa de la pérdida de relevancia de la cita benicense, especialmente para quienes la hemos seguido de cerca desde el primer año, sin interrupción. La mitad de los diarios de renombre del país despachan el festival con notas de agencia. De la cohorte de plumas de referencia que hace temporadas cubría su información, ya no queda ni rastro. Una lástima, porque es el lector quien pierde. Y dado el agonizante estado de la prensa escrita, la cosa no tiene visos de mejora. Afirmábamos unas líneas más arriba que este año sí estaban justificadas esas críticas. Y más que nunca. En 2011, el FIB batió su propio récord merced una combinación que debería ser la aspiración máxima de todo festival que se precie: la conjunción de cabezas de cartel de campanillas -no meras reliquias- con tanto futuro como pasado (Arcade Fire, Portishead, Arctic Monkeys) con una pléyade de secundarios más que consistente, y nombres no precisamente repetidos en otras ediciones, de entre los cuales hasta se podían descubrir auténticas revelaciones escénicas (los arrolladores And Now I Watch You From Afar, por ejemplo). Este año, sin embargo, el capítulo de saldos británicos ha sido apabullante. Delorentos, The Crookes, The Maccabees, Ed Sheeran, Bombay Bicycle Club, Chase & Status, Arp Attack y tantos otros son bandas y proyectos que no aportan prácticamente nada que no hayan expuesto antes muchos otros, y con más gracia. Así que resulta muy esclarecedor que tengan que venir cuatro señores que rozan los 60 años, y a quienes hemos podido ver cinco veces previamente, haciendo exactamente lo mismo (sí, Buzzcocks), para sacudirnos el aletargamiento y transmitir la media hora más electrizante de todo el fin de semana. O que unos Stone Roses a medio gas, satisfechos de salvar los muebles y no inspirar lástima, se conviertan en triunfadores inveterados de la jornada del sábado con un concierto simplemente decente. O que New Order protagonicen lo más proteico de la noche del domingo (claro, venía David Guetta luego), gracias a un set irregular en el que, no obstante, dieron su mejor cara en directo de la última década, gracias a un repertorio plagado de clásicos (y no tan clásicos) de su mejor época, ya sin el bajo de Peter Hook pero de nuevo con el teclado de Gillian Gilbert. Así que no queda otra que estar atentos a la impredecible evolución del festival en futuras ediciones. Dada la senda emprendida, y con los nubarrones de la más que considerable subida del IVA para espectáculos en vivo acechando, veremos por dónde van los tiros. Pero de lo que no cabe duda (y es una consideración pertinente en este país, en el que se tira con bala a todo aquel que triunfa sin reservas, y el FIB no es una excepción) es que lo peor que le podría pasar al festival es languidecer por miopía, perdiendo el favor de un público foráneo tan entusiasta como caprichoso (que puede cambiar su objeto de deseo por cualquier otro enclave turístico que aúne sol, playa y música) y el de un público, el nacional, al que seguramente debería tratar con más miramiento. Porque sin su sostén, muchas veces incondicional, tampoco habría llegado a ser lo que es en los últimos años. *Puedes seguir al periodista Carlos Pérez de Ziriza en su recomendable blog. Hacer Comentario Cancelar RespuestaSu dirección de correo electrónico no será publicada.ComentarioNombre* Email* Sitio Web Guarda mi nombre, correo electrónico y web en este navegador para la próxima vez que comente.